La cultura autoritaria y el autoritarismo sigiloso de nuestros días

Prof. Danny Gonzalo Monsálvez Araneda
Depto. Historia, Universidad de Concepción
Investigador Cidesal-UdeC
monsalvez@gmail.com

 ¿Qué pueden tener en común Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Jair Bolsonaro, entre otros? Los tres, con sus respectivas particularidades, constituyen un buen ejemplo de aquello que podríamos denominar una “cultura autoritaria” tan propia y característica de América Latina. Pero a qué nos referimos cuando aludimos a esa “cultura autoritaria”. Si la cultura es entendida como el conjunto de creencias, costumbres, leyes, formas de conocimiento, así como materiales, objetos e instrumentos que son parte constitutiva de los miembros de una sociedad y que los distingue de otras, el autoritarismo comprenderá un sistema político, una posición psicológica o una ideología política. Mientras el primero se relaciona con la concentración del poder político en una persona o grupo, el segundo sería ciertos rasgos de la personalidad de los seres humanos para estar a disposición o subyugados a una obediencia o estructura jerárquica de quienes detentan un poder, y el tercero es un basamento jerárquico que impide la igualdad de las personas (Olguín, 2016, p. 10). Entonces, a partir de lo anterior, la cultura autoritaria, constituiría determinados patrones culturales propios de ciertas sociedades y donde una persona o grupo hará uso de algunos dispositivos como creencias, costumbres y leyes, entre otras, para ejercer un control o dominación sobre esa población que tiene como ethos la tendencia a la obediencia y el conformismo generalizado y que cada ciertos tiempo, coyunturas, épocas o momentos de crisis apoya a algunos sujeto o grupo para que impongan orden, disciplina y un eventual buen ejercicio del poder el cual asegure orden social y seguridad.

Para el caso de América Latina, la cultura autoritaria dice relación con una forma de relación y práctica social que es heredera de la época colonial y que se ha reproducido durante varios siglos, la cual tiene como elementos fundantes algunos aspectos a señalar. Por ejemplo Guillermo Nugent señala que en el continente ha prevalecido una especia de tutelaje, en el cual los modelos de sociedad que se proponían o imponían eran aquellos que las instituciones castrenses y la Iglesia Católica proyectaban al resto de la sociedad; es decir “dos grandes y terribles ideales institucionales que se sienten naturalmente llamados a ordenar cómo debemos vivir los ciudadanos” (Nugent, 2010, p. 14). Pero no es solo aquello, también está la hacienda, como el espacio en el cual la admiración, la lealtad y la obediencia constituyen factores centrales de esa cultura autoritaria.

José Luis y Luis Alberto Romero han señalado que el pensamiento conservador del siglo XIX daba cuenta de aquellos grupos más arraigados de la sociedad, los cuales “perpetuaban una concepción señorial de la vida, acuñada durante la época colonial, inseparable de la tradicional posesión de la tierra por ciertos grupos”. Así, esa posición de privilegio en la sociedad, era entendida como una especie de “decreto casi divido”, el cual tenía que ser defendido y sostenido en el tiempo. De esta forma, el pensamiento conservador buscaba perpetuar las ideas de la sociedad colonial, “una sociedad barroca constituida por dos grupos netamente diferenciados: los que gozaban de privilegio y los que no los tenían” (Romero, 1979, p. XVI). A partir de lo anterior, el pensamiento conservador tenía una concepción autoritaria de la vida social y política, que era el resultado de la herencia de la estructura virreinal, fundada en el pensamiento de la Monarquía española y la Iglesia Católica. Entonces, durante la República, dicho pensamiento conservador se expresó por medio de una oligarquía de tendencia autoritaria, con un poder fuerte, centralizado, unipersonal que fuera capaz de mantener el orden socioeconómico tradicional. Es precisamente ese concepto, el del orden, el cual más preocupará al pensamiento conservador de ahí en adelante (Romero, 1979, p. XXIII).

Sobre ese mismo punto, Kathya Araujo ha analizado los ideales-tipos de cultura del autoritarismo; es decir aquellos patrones que aseguran formas y estilos de autoridad en el país y que se expresan de dos formas, “el ideal-tipo portaliano y el ideal-tipo hacendal”. Para el caso del primero se alude al concepto de autoridad fuerte y que se caracteriza por cinco rasgos. La entronización del orden como valor político supremo; la concepción personalista del poder; el ejercicio del poder donde la excepcionalidad es un principio indispensable del gobierno; una concepción residual del pueblo, es decir una desconfianza de las elites hacia todo rol protagónico del pueblo o sea un temor a la presencia de los sectores populares en la vida política; y finalmente el otorgar a los militares una función separadora en el tutelaje del orden político, en otras palabras, las Fuerzas Armadas tienen una función importante en el mantenimiento del orden social. En consecuencia, el ideal portaliano apunta a las elites y a las masas, a las primeras busca disciplinarlas, mientras que a las segundas su sometimiento (Araujo, 2016, pp. 36 a 44).

Para el caso de la hacienda, esta no solo fue importante por un tema productivo o económico, sino más bien por la función que tenía para el mantenimiento y acumulación del poder social y político, donde se expresa con fuerza las relaciones de mando y obediencia, así como la construcción de jerarquías y status. Es precisamente la hacienda la cual se ha convertido en una especie de gran imaginario país, donde todos conviven en un mismo espacio, donde a cada uno le corresponde ocupar un lugar y una función, sobre la base de una estructura jerarquizada y disciplinada (Araujo, 2016, p. 46).

Retomando el tema del orden Ana María Stuven, ha señalado que la cultura política de la elite chilena del siglo XIX tuvo como principal característica la defensa y valoración del orden social. Una especie de seducción por el orden para evitar el desorden institucional entendido como “anarquía”.

La construcción de un orden institucional republicado y de gobernabilidad como garantes del orden público conllevo formas autoritarias y centralizadoras en el ejercicio del poder. Para la elite del XIX, el orden institucional era o debía ser producto del orden social, el cual era consecuencia de las características de las propias elites, en tanto grupo homogéneo y hegemónico, con fuertes lazos de parentesco y potador de valores comunes que debían regir a toda la sociedad. De ahí entonces que la cultura política de la elite sea ese “conjunto de actitudes, creencias y sentimientos sobre la política que prevalecen en una nación en un momento determinado” (Stuven, 1997, p. 262).

Será en ese contexto donde la figura de Portales se levante como ejemplo de orden desde el Estado, que se impone de manera autoritaria, que incluso va más allá del discurso de la derecha chilena. Entonces Portales vendría a encarnar el orden, disciplina y progreso, aspectos que serán recogidos en el siglo XX por ejemplo por el nacionalismo, por figuras como como Jaime Eyzaguirre, Jorge Prat, Jaime Guzmán y por supuesto los militares tras el golpe de Estado de 1973, donde se habló de la “inspiración” o el “espíritu” portaliano de la dictadura. Aunque como señala Sergio Villalobos “Portales no fue el creador de la institucionalidad ni del Estado en forma”, es más ejerció el poder de manera despótica, representando los intereses de la aristocracia y la Iglesia, por eso fue un conservador y autoritario (El Mercurio, 27 de marzo de 2005, p. D 16).

El ethos autoritario en América Latina, por lo tanto el de Chile, tiene como trasfondo el problema del poder, es decir, la construcción del poder, el cual se constituye o se proyecta bajo la forma de orden. Un orden que no es dado de manera natural, sino más bien es una construcción social e histórica. De ahí entonces la aceptación y el respaldo que han tenido en su momento aquellas experiencias autoritarias, ya sea en su variante de caudillos en el siglo XIX (Lynch, 1993), populistas de los años treinta y cuarenta (Larraín, 2018) y hasta las experiencias dictatoriales de los años sesenta, setenta y ochenta (Roitman, 2013), con su cultura del miedo que perdura hasta hoy, aunque ya no estén los regímenes autoritarios.

Como señala Norbert Lechner, el autoritarismo encarna el deseo del orden, imponer orden, fijar los límites de aquellos, expulsar lo extraño, apelar a la unidad jerárquica, cada cual en su lugar natural. “El resultado es una sociedad vigilada, finalmente encarcelada”. De ahí que el autoritarismo se apropie de los miedos. Miedo al caos, desorden y por estos días a contagiarse, enfermarse y morir. Entonces lo que ocurre es que el autoritarismo penetra de manera “subcutánea; le basta trabajar los miedos. Esto es, demonizar los peligros percibidos de modo tal que sean inasibles”. A este miedo se agregará la culpabilidad en las personas, “induciéndolos a sentirse culpables de ellos” (Lechner, 2006, pp. 398 a 403).

En medio de todo ese proceso, el pensamiento conservador en Chile ha sido el que con mayor fuerza ha impulsado la figura de un gobierno autoritario. Pensamiento conservador que se ha expresado a través de dos líneas de acción. Por una parte la línea nacionalista y por otra la corporativista (Cristi y Ruiz, 1999, pp. 81 a 106 y 107 a 126), las cuales tuvieron proyección política durante el siglo XX, no sólo durante el gobierno de Carlos Ibáñez (1927-1931), sino que con mayor intensidad, por lo menos discursiva, durante el gobierno de la Unidad Popular y ya de manera muy marcada en la etapa de instalación del régimen de Pinochet.

Precisamente sobre la dictadura chilena, Karen Donoso ha desarrollado una investigación en la cual da cuenta de algunas políticas culturales del régimen y en la cual señala, entre otras cosas, la presencia de rituales y discursos nacionalistas militaristas, los cuales convivieron con uno de carácter neoliberal. En otras palabras, no existió una planificación unificada, más bien adquirió diversas formas por medio de diversas actividades y organismos estatales (Donoso, 2019, pp. 15 a 28).

Complementado lo anterior, José Joaquín Brunner en uno de sus trabajos sobre la cultura autoritaria y el autoritarismo en Chile, particularmente enfocado a la dictadura, expresa que durante el régimen de Pinochet se desarrolló un proceso tendiente a la construcción de una hegemonía destinada a asegurar la estabilidad del orden autoritario y por otro, que permitiera su reproducción; por lo tanto, el interés de la Junta Militar fue desde sus inicios en el campo de la cultura y su organización, asumiendo que allí se expresa la dirección sobre la sociedad, asegurando la mantención del orden social (Brunner, 1981, p. 17). De esta forma se asegura el disciplinamiento y el conformismo de la población, por medio de la ideología de la Doctrina de la Seguridad Nacional, la ideología del mercado y el tradicionalismo católico vinculado al gremialismo.

Entonces, uno de los éxitos de la dictadura, a través del modelo económico, y que se puede apreciar hasta nuestros días, fue reforzar aquella cultura autoritaria, ya sea en las formas de sentir, hablar y pensar. Como señala Santamaría, el neoliberalismo (nosotros agregamos el que se impuso bajo el autoritarismo chileno) percibe en los afectos un componente central en las dinámicas políticas. Se establece un nuevo dispositivo disciplinario “que tendrá la forma de dispositivo afectivo, blando, capaz de generar adhesión al mercado y a la competitividad”. Pero no es solo aquello, el activismo cultura neoliberal difunde una forma de hacer y sentir, produciendo una nueva subjetividad, una subjetividad despolitizada, introduciendo una cierta semántica en todos los órdenes de la vida, “a través de pequeños gestos, normas, ideas que penetra en el propio lenguaje social” (Santamaría, 2018, pp. 32 a 35), para de esta forma provocar cambios en las formas de relación entre las personas.

Entonces ¿qué factores conlleva que en determinados momentos de la historia de Chile y América Latina, la población apoye a sujetos que encarnan prácticas y discursos autoritarios?

Parece ser que existe una cierta cultura política muy arraigada en la ciudadanía, que no se circunscribe solo a determinados sectores de la población, sino más bien es transversal, desde los más altos y acomodados que defienden sus privilegios sobre la base de un determinado orden social, pasando por los grupos medios con mentalidad conformista y temeroso de los cambios, hasta el mundo popular con mentalidad paternalista.

Quizás hoy estemos en presencia de aquello que André Singer (abril, 2020), parafraseando un trabajo de Adam Przeworski, ha denominado “autoritarismo sigiloso”, es decir una regresión de la democracia, que se caracteriza por establecerse dentro del sistema democrático a través de líderes elegidos democráticamente y donde la sociedad no es consciente de todo este proceso ya que las instituciones, aparentemente democráticas, siguen funcionando, aunque casi como una fachada. A través de este “autoritarismo sigiloso”, el presidente busca ampliar su capacidad de dominación, borrando o limitando la contraposición de poderes. De esta forma, el sistema político y la competencia política se vuelven inoperante e irrelevante, lo cual genera una regresión autoritaria, donde importantes sectores de la población prefieren sacrificar su libertad y el pluralismo en aras de apoyar una figura fuerte que limite esto último y los derechos de las personas, en función de la seguridad y el orden social. Todo aquello no hace otra cosa que erosionar peligrosamente la democracia y de lo cual nuestro país, por estos días, parece mostrar algunos de esos síntomas.

Referencias

Araujo, Kathya. El miedo a los subordinados. Una teoría de la autoridad. Santiago, Lom ediciones, 2016.

Brunner, José Joaquín. La cultura autoritaria en Chile. Santiago, Flacso, 1981,

Cristi, Renato y Ruiz, Carlos: “Pensamiento conservador en Chile (1903-1974)” y Cristi, Renato: “La síntesis conservadora de los años ´70”, en: Devés, Eduardo, Pinedo, Javier y Sagredo Rafael. El pensamiento chileno en el siglo XX. México, Fondo de Cultura Económica.

Donoso, Karen. Cultura y Dictadura. Censuras, proyectos e institucionalidad cultural en Chile, 1973-1989. Santiago, Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2019.

Larraín, Jorge. Populismo. Santiago, Lom ediciones, 2018.

Lechner, Norbert. Obras escogidas I. Santiago, Lom ediciones, 2006.

Lynch, John. Caudillos en Hispanoamérica, 1800-1850. Madrid, Mapfre, 1993.

Nugent, Guillermo. El orden tutelar: sobre las formas de autoridad en América Latina. Lima, Clacso, 2010.

Olguín, Jorge. Estados autoritarios (ayer, hoy y proyecciones). Santiago, Ril, Universidad Central, 2016.

Roitman, Marcos. Tiempos oscuros. Historia de los golpes de Estado en América Latina. España, ediciones Akal, 2013.

Romero, José Luis y Romero, Luis Alberto. Pensamiento conservador (1815-1898). Venezuela, Colección Librería Ayacucho, 1979.

Santamaría, Alberto. En los milites de lo posible. Política, cultura y capitalismo afectivo. Madrid, Ediciones Akal, 2018.

Stuven, Ana María: “Una aproximación a la cultura política de la elite chilena: concepto y valoración del orden social (1830-1860), Estudios Públicos, número 66, otoño 1997.

Singer, André: entrevista “La radicalización permanente de Bolsonaro”. Nueva Sociedad, abril de 2020.

El Mercurio, domingo 27 de marzo de 2005

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